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Éramos un grupo de amigos bien avenidos que, como suele ocurrir en estos casos, las pequeñas disputas venían de nuestras respectivas mujeres.
—Mirad como plancha Javier. Podíais ir aprendiendo los demás, incluso os puede enseñar.
Las miradas nos iban para adentro con cierta mezcla de resinación y paciencia. Hacia fuera era falsa sonrisa y mirar hacia otro lado. Era la cantinela de cada encuentro: Javier para arriba y rara vez para abajo.
Es el típico chaval de la pandilla que igual vale para un roto que para un descosido. Hace deporte a diario y siempre nos marca el ritmo de la marcha; da igual andando que en bicicleta. No bebe alcohol salvo en puntuales ocasiones sociales. Es majo, agradable y tranquilo, pero que nuestras respectivas nos lo pongan como ejemplo de todo, nos desquicia.
Decidió invitarnos a una excursión por la presa. Había unas ruinas romanas a poco más de dos metros de profundidad por lo que para nosotros, "ineptos" para lo demás, era tarea sencilla. Javier preparó su cámara.
Juan y Pedro fueron los primeros en lanzarse. Desde la superficie podían verse los restos. El agua estaba clara. Javier se dedicó a sacar fotos desde la barca, inclinándose lo suficiente para meter la cabeza en el agua. Juan salió a la superficie, emocionado, y nos invitó a zambullimos. Por alguna extraña razón, nuestros pensamientos conectaron y empujé a Javier, suavemente y lo justo para hacer la broma de que así podría sacar las fotos más de cerca.
Al rato no salía y Pedro, que aún estaba metido en el agua, se alarmó, tanto como para que nos zambullésemos en su busca.
Y así nos encontramos, en la sala de espera de urgencias del hospital, sentados a la navarra mujeres frente a hombres, bajo sus recriminatorias e incisivas miradas y su devastador silencio. Luisa, la mujer de Javier, ni nos miraba pero con eso lo decía todo.